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Historia del Imperio Bizantino (20) (Spanish, Ισπανικά)

6 Νοεμβρίου 2009

Historia del Imperio Bizantino (20) (Spanish, Ισπανικά)

Arabs 

Continuación de la (19)

Los Árabes. Mahoma y el Islam.

Mucho antes de la era cristiana, los árabes, pueblo de origen semítico, ocuparon la Península Arábiga y el desierto de Siria, continuación geográfica de la Península al norte y que se extiende hasta el Eufrates. La Península Arábiga, equivalente poco más o menos a la cuarta parte de Europa, está bordeada por el golfo Pérsico al este, el océano índico al sur y el mar Rojo al oeste, mientras al norte penetra, casi sin transición, en el desierto sirio. Las provincias más conocidas de la Península eran: 1.a, el Nedj, en la meseta central; 2.a, el Yemen o Arabia Feliz, al sur de la península; 3.a, el Hedyaz, faja estrecha a lo largo del mar Rojo, que se extendía del Yemen al norte de la península. Este árido país no era habitable en todas sus partes. Los árabes, pueblo nómada, moraban especialmente en el norte y centro de Arabia. Los beduinos se consideraban los representantes más puros y auténticos de la raza árabe y únicos poseedores de dignidad y de valores personales. A más de los beduinos nómadas había algunos sedentarios, establecidos en un corto número de ciudades y aldeas y a quienes los beduinos, errantes trataban con arrogancia cuando no con indiferencia.

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(1) Bury, The Constitution of the Later Román Empire (Cambridge, 1910), p. 20. Id., Selected Essays, ed. H. Temperley (Cambridge, 1930), p. 109. Este criterio ha sido discutido por E. Steín en la Byz. Zeit., t. XXIX (1930), p. 353•

(2) Gibbon, The History of the Decline and Fall of the Román Empire, c. XLVI, final.

El Imperio romano había necesariamente de entrar en conflicto con las tribus árabes de la frontera oriental siria, y se vio forzado a tomar medidas para proteger territorio ocupado por sus enemigos . Con esta intención los emperadores romanos mandaron construir una serie de fortificaciones fronterizas, el llamado “limes” sirio, análogo, en menor escala por supuesto, al famoso “limes romanus” de la frontera danubiana, que se elevó con miras a la defensa del Imperio contra las invasiones germánicas. Algunas ruinas de las principales fortificaciones romanas de la frontera siria subsisten aún hoy.

Desde el siglo antes de J.C. comenzaron a formarse Estados independientes entre los árabes de Siria. Tales Estados sufrieron mucho la influencia de las civilizaciones griega y aramaica. Así se les da a veces el nombre de reinos helenísticos áraboarameos. Entre sus ciudades, Petra se convirtió en particularmente floreciente y próspera, gracias a su ventajosa situación en el cruce de varios grandes caminos comerciales. Las magníficas ruinas de esta ciudad atraen hoy aun la atención de los historiadores y arqueólogos contemporáneos.

Desde el punto de vista de la civilización y desde el político, el más importante de todos los reinos árabosirios de la época del Imperio romano fue el de Palmira, que tuvo por soberana a la que los autores romanos y griegos llaman Zenobia. Aquella valerosa reina, mujer de cultura helenística, fundó en la segunda mitad del siglo ni después de J.C. un gran Estado, conquistando Egipto y la mayor parte del Asia Menor. Según B. A. Turaiev, ésa fue la primera advertencia de la reacción de Oriente y de la división del Imperio en dos partes, oriental y occidental. El emperador Aureliano restableció la unidad del Imperio y, en 273, la reina vencida hubo de seguir el carro del emperador triunfante a la entrada de éste en Roma. La rebelde Palmira fue destruida. Sus imponentes ruinas atraen tanto como las de Petra a los sabios y turistas contemporáneos. El famoso monumento epigráfico de Palmira, la “carta” palmiriana, grabada en una piedra enorme y que contiene preciosos informes sobre el comercio y hacienda de la ciudad, ha sido transportada a Rusia y se halla ahora en el “Ermítage” de Leningrado.

Dos dinastías árabes habían desempeñado ya cierto papel en el transcurso del período bizantino. La primera, la de los Ghasánidas de Siria, de tendencias monofisistas, vasalla de los emperadores bizantinos en algún modo, hízose muy poderosa en el siglo VI, bajo Justiniano, al cambiarse en auxiliar del Imperio bizantino en las empresas orientales de éste. Tal dinastía cesó probablemente de existir a principios del siglo VII, cuando los persas conquistaron Siria y Palestina. La segunda dinastía árabe, la de los Lajmitas, tuvo por centro la ciudad de Hira, junto al Eufrates. Por sus relaciones de vasallaje con los persas Sasánidas, era hostil a los Ghasánidas. Dejó de existir también a principios del siglo VII.

El cristianismo, bajo su forma nestoriana, tuvo en Hira un grupo de adeptos, siendo reconocido incluso por algunos miembros de la dinastía Lajmita. Ambas dinastías hubieron de defender las fronteras de su reino: los Ghasánidas junto a Bizancio; los Lajmitas junto a Persia. Habiendo al parecer dejado de existir ambos Estados vasallos en el siglo VII, cuando comenzó la expansión del Islam no había una sola organización política digna del nombre de Estado en los límites de la Península arábiga y del reino de Siria. Por otra parte existía en el Yemen, como vimos ya, un reino de sabeoshimiarítas (homeritas), fundado a fines del siglo II antes de J.C.; pero hacia 570 el Yemen fue conquistado por los persas. (1)

Antes de la época de Mahoma, los antiguos árabes estaban organizados en tribus. Lo único que engendraba entre ellos comunidad de intereses eran los lazos de sangre, y tal comunidad se manifestaba casi exclusivamente por la aplicación de principios coercitivos y caballerescos, como ayuda, protección o venganza sobre los enemigos cuando la tribu padecía algún insulto. La más ínfima circunstancia podía originar una lucha larga y sangrienta entre tribus. Se hallan alusiones a esos antiguos tiempos y costumbres en la vieja poesía árabe, así como en la tradición prosaica. La animosidad y la arrogancia presidían las recíprocas relaciones de las diferentes tribus de la Arabia preislámica.

(1) Excerpta a Theofihanis, Historia, cd. Bonn., p. 485. V. T. Nóldekc, Geschichte der Perser una Araber zur Zeit der Sasaniden (Leyden, 1879), p. 249-250.

Los conceptos religiosos de los árabes de entonces eran muy primitivos. Las tribus tenían dioses propios y objetos sagrados, como piedras, árboles, fuentes… Mediante ellos, trataban de presagiar el futuro. En ciertas regiones de Arabia predominaba el culto de los astros. Según un especialista de la antigüedad árabe, los árabes antiguos, en su experiencia religiosa, apenas superaban el fetichismo. (1) Creían en la existencia de fuerzas amigas y, con más frecuencia, enemigas, a las que llamaban “dinns” o demonios. Su concepto de un poder superior invisible, el de Alá, adolecía de gran imprecisión. Probablemente desconocían la plegaria como forma de culto, y cuando se dirigían a la divinidad su invocación era de ordinario una petición de ayuda con miras a una venganza motivada por alguna injusticia u ofensa padecida. Goldziher afirma que “los poemas préislámicos que nos han llegado no contienen alusión alguna a un impulso hacia lo divino, ni siquiera en las almas más sublimes, y no nos dan sino muy pobres indicaciones sobre su actitud ante las tradiciones religiosas de su pueblo.” (2)

(1) Goldziher, Die Religión des Islams, p. 102 (Die Kultur der Gegenwart, ed. P. Hinne-herg, Die Retigionen des Orients (1913), t. III, 1-2, Aun.).

(2) Goldziher, p. 102.

La vida nómada de los beduinos era naturalmente desfavorable al desenvolvimiento de lugares fijos consagrados a un culto religioso, aunque fuese en una forma primitiva. Pero al lado de los beduinos estaban los habitantes sedentarios de las ciudades y aldeas nacidas y desarrolladas junto a los caminos de tráfico, sobre todo a lo largo de las rutas caravaneras que iban de sur a norte, es decir, del Yemen a Palestina, Siria y la Península del Sinaí. La más rica de las ciudades que bordeaban este camino era La Meca (Maceraba, en los antiguos escritos), famosa ya mucho antes de Mahoma. Seguíala en importancia Yathrib, la futura Medina, harto más al norte. Aquellas ciudades constituían excelentes etapas para las caravanas mercantiles que iban de norte a sur y viceversa. Había muchos judíos entre los mercaderes de La Meca y Yathrib, así como entre los habitantes de otras zonas de la Península, cual el Yemen y el Hedyaz septentrional. Desde las provincias romanobizantinas de Palestina y Siria, al norte, y desde Abisinia, al sur, acudían a la península numerosos cristianos. La Meca se convirtió en el principal centro de contacto de la desigual población de la península. Desde época muy remota poseía la ciudad un santuario, la Kaaba (el Cubo) cuyo carácter original no era específicamente árabe. Consistía en una construcción de piedra, de 35 pies de altura, que encerraba el principal objeto de culto, la piedra negra. La tradición declaraba que aquella piedra era un don del cielo y asociaba la elevación del santuario al nombre de Abraham. Gracias a su ventajosa situación, La Meca era visitada por mercaderes de todas las tribus árabes. Ciertas leyendas afirman que, para atraer más visitantes a la población, se habían colocado en el interior de la Kaaba ídolos de diversas tribus, a fin de que los miembros de cada tribu pudiesen adorar su divinidad favorita durante su estancia en La Meca. El número de peregrinos aumentaba constantemente, siendo en especial considerable durante el período sacro de la “Tregua de Dios,” práctica que garantizaba más o menos la inviolabilidad territorial de las tribus que enviaban representantes a La Meca. La época de las fiestas religiosas coincidía con la feria grande de La Meca, feria en que los mercaderes árabes y extranjeros efectuaban sus transacciones comerciales, las cuales dejaban a la ciudad enormes provechos. La ciudad enriquecióse muy de prisa. Hacia el siglo V de J.C. empezó a dominar en La Meca la poderosa tribu de los Koraichitas. Los intereses materiales de los ávidos moradores de La Meca no se descuidaban y a menudo las colectas sagradas utilizábanse por ellos para satisfacción de sus intereses egoístas. Según un sabio, “con la dominación de la nobleza, encargada de cumplir las ceremonias tradicionales, la ciudad tomó un carácter materialista, arrogante y plutocrático. No cabía encontrar allí profundas satisfacciones religiosas.” (1)

Bajo la influencia del judaísmo y del cristianismo, que los árabes tuvieron múltiples ocasiones de conocer en La Meca, aparecieron, incluso antes de Mahoma, algunos individuos realmente inspirados por ideales religiosos muy diversos del árido ritual de las viejas costumbres idolátricas. Los conceptos de aquellos modestos apóstoles aislados se distinguían por su aspiración hacia el monoteísmo y su aceptación de una vida ascética. Pero todos se contentaron con su experiencia propia, sin influir ni convertir a quienes les rodeaban.

Quien unificó a los árabes y fundó una religión universal fue Mahoma, primero humilde predicador de la penitencia, profeta después y más tarde jefe de una comunidad política.

Mahoma nació hacia el 570. Pertenecía al clan Hachimita, uno de los más pobres de la tribu Koraíchita. Sus padres murieron siendo él muy joven y hubo de ganarse la vida trabajando. Fue, pues, conductor de camellos en las caravanas mercantiles de la acaudalada viuda Jadidya. Al casarse con ésta mejoró mucho su situación material. Era hombre de temperamento nervioso y enfermizo.

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