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Historia del Imperio Bizantino. (14) (Spanish, Ισπανικά)

30 Σεπτεμβρίου 2009

Historia del Imperio Bizantino. (14) (Spanish, Ισπανικά)

Teodora

Continuación de la (13)

Quinto Concilio Ecuménico.

Como heredero de los Césares, Justiniano considero su deber restaurar el Imperio romano, pero a la vez quería establecer en el interior del Imperio una ley y una fe únicas. “Un Estado, una Ley, una Iglesia”): tal fue la breve fórmula a que se atuvo la política de Justiniano. Absolutista por principio, estimaba que en un Estado bien organizado todo debía subordinarse a la autoridad del emperador. Notando muy bien que la Iglesia podía ser un arma preciosa en manos del gobierno, se esforzó por todos los medios en subordinarla a él. Los historiadores que tratan de descubrir los principios directivos de la política religiosa de Justiniano, se inclinan en favor del predominio de los móviles políticos y declaran que la religión no fue para él sino la servidora del Estado, (2) ahora dicen que aquel “segundo Constantino estuvo siempre dispuesto a olvidar sus deberes con el Estado tan pronto como intervino la religión.”

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 (3) De hecho, Justiniano, en su deseo de ser dueño de la Iglesia, no sólo se propuso conservar en su mano el gobierno del clero y presidir los destinos de éste (sin exceptuar a sus más eminentes representantes), sino que también consideró derecho que le pertenecía el de definir el dogma para sus súbditos. La opinión religiosa del emperador, cualquiera que fuese, debía ser obligatoriamente seguida por sus vasallos. Por consecuencia, el emperador bizantino tenía el derecho de regular la vida del clero, de nombrar a su albedrío los jerarcas eclesiásticos más elevados, de imponerse como mediador y juez en los debates de la Iglesia. Por otra parte, Justiniano mostró su actitud favorable hacia la Iglesia protegiendo al clero, haciendo construir nuevos templos y monasterios, y concediendo a éstos privilegios particulares. Además dedicó todos sus esfuerzos a establecer la unidad de fe entre todos sus súbditos, participando con frecuencia en los debates dogmáticos e imponiendo soluciones definitivas a las cuestiones doctrinales en discusión. Esta política de preponderancia del poder temporal en los asuntos religiosos y eclesiásticos, extremada hasta hacerse sentir en las raíces de las más hondas convicciones religiosas de los individuos, se conoce en la historia con el nombre de cesareopapismo, y Justiniano puede ser considerado uno de los representantes más característicos de la tendencia cesareopapista. A su entender, el jefe del Estado debía ser a la vez Cesar y Papa, reuniendo en su persona la plenitud de los poderes temporal y espiritual. Para los historiadores que ven especialmente en la actividad de Justiniano el lado político, la razón principal de su cesarismo fue el deseo de asegurar su poder político, reforzar su gobierno y dar bases religiosas a su autoridad suprema, que sólo la casualidad le había procurado.

(1) Sobre la escuela de Derecho de Beirut en el siglo VI, Collinet, ob. cit., p. 52-54• En 551 la ciudad de Beirut fue destruida por un gran temblor de tierra seguido de una inundación marítima y de incendios. La escuela de Derecho fue trasladada a Sidón (ibíd., páginas 54-57). Ello en la práctica fue el fin de la escuela. La escuela de Derecho de Roma no se suprimió, pero en el siglo VI estaba en plena decadencia.

(2) V., por ej., A. Knecht, Die Religions Politik Kaiser Justiniannus (Wurzburg, 1896), páginas 53 y 147.

(3) A. Lebedev, Los concilios ecuménicos de los siglos VI, VII y VIII (7.a ed., San Petersburgo, 1904), p. 16 (en ruso).

Justiniano había recibido una excelente educación religiosa. Conocía muy bien la Santa Escritura y se complacía interviniendo en los debates religiosos. Incluso escribió algunos himnos de tal carácter. Pero los conflictos religiosos le parecían entrañar peligros, sin exceptuar peligros políticos, ya que, según él, amenazaban la unidad del Imperio.

Vimos que los dos predecesores de Justino y Justiniano, es decir, Zenón y Anastasio, habían entrado en el camino de la reconciliación con la Iglesia oriental monofisista, habiendo, así, roto con la Iglesia romana. Justino y Justiniano se declararon abiertamente por la última y reanudaron las relaciones con ella. En consecuencia, las provincias orientales se apartaron, por así expresarlo, de Justiniano, cosa que, sin duda, no entraba en las miras del emperador, ansioso de establecer una fe única en su vasto Imperio. Pero la restauración de la unidad de la Iglesia en Oriente y en Occidente, en Alejandría, Antioquía y Roma, era imposible. Un historiador dice: “El gobierno de Justiniano, en su política religiosa, semeja un Jano de doble rostro, una faz del cual se volvía al oeste, interrogando a Roma, y la otra, vuelta al este, buscaba la verdad entre los monjes de Siria y Egipto.” (1)

Desde el mismo principio de su reinado, Justiniano situó en la base de su política religiosa la reaproximación a Roma y por consecuencia asumió el papel de defensor del concilio de Calcedonia, a cuyas decisiones eran tan opuestas las provincias orientales. Bajo Justiniano, la Santa Sede gozaba de autoridad suprema en el campo eclesiástico. En las cartas que dirigía al obispo, Justiniano llamábale “Papa,” “Papa de Roma,” “Padre Apostólico,” “Papa y Patriarca,” etcétera, aplicando el título de Papa exclusivamente al obispo de Roma. En una de sus epístolas, el emperador se dirigía al Papa como a la “Cabeza de todas las santas iglesias (“caput omnium sacrarum ecclesiarum”) (2) y en una de sus Novelas (3) declara, de manera muy nítida, que (da bienaventurada sede del arzobispo de Constantinopla, la nueva Roma, ocupa el segundo lugar después de la Muy Santa Sede Apostólica de la antigua Roma.”

(1) A. Diakonov, Juan de Efeso y sus trabajos sobre la historia de la Iglesia (San Pesterrsburgo, 1908), p. 52-53 (en ruso).

(2) V. Knecht, ob. cit., p. 62-65.

(3) Novelas, 131, cd. Z. v. Lingenthal, t. II, p. 267;.

Justiniano entró en lucha con los judíos, los paganos y los heréticos. Entre los últimos figuraban los maniqueos, los nestorianos, los monofisistas, los arríanos y los adeptos de otras doctrinas religiosas menos importantes. El arrianismo se había propagado mucho en Occidente entre las tribus germánicas. Existían vestigios de paganismo en diferentes zonas del Imperio y los paganos volvían aun los ojos a la Escuela de Atenas como foco principal del paganismo. Los judíos y los sectarios de tendencias heréticas de menor importancia se encontraban, al principio, esencialmente en las provincias orientales. El monofisismo era, por supuesto, la doctrina que más adeptos tenía.

La lucha contra los arríanos en Occidente asumió la forma de una serie de operaciones militares que terminaron, como sabemos, por la sumisión parcial o total de los reinos germánicos.

La convicción, honda en Justiniano, de que se necesitaba en el Imperio una fe única no dejaba lugar a la menor tolerancia con los principales representantes de las doctrinas y enseñanzas heréticas, y los tales sufrieron bajo él severas y tenaces persecuciones desarrolladas con ayuda de las autoridades civiles y militares.

Para exterminar de modo radical los últimos vestigios del paganismo, Justiniano, en 529, ordenó la clausura de la famosa Escuela filosófica de Atenas, último baluarte del expirante paganismo y cuya decadencia había precipitado la creación, en el siglo V, bajo Teodosio II, de la Universidad de Constantinopla. Muchos profesores fueron desterrados y se confiscaron los bienes de la Escuela. Un historiador escribe: “El mismo año en que San Benito destruyó el último santuario pagano en Italia, el templo de Apolo del bosque sagrado de Monte Cassino, vio también la destrucción del baluarte del paganismo clásico en Grecia.” (1) Desde entonces, Atenas perdió definitivamente su antigua importancia como foco de civilización, transformándose en una ciudad de segundo orden, pequeña y tranquila. Algunos de los filósofos de la Escuela de Atenas decidieron emigrar a Persia, donde se afirmaba que el rey Cosroes se interesaba por la filosofía. Fueron muy bien acogidos, pero los griegos no se acostumbraban a vivir en el extranjero y Cosroes resolvió devolverlos a Grecia, previo un acuerdo con Justiniano, quien se comprometía a no perseguir a tales filósofos ni obligarlos a profesar la fe cristiana. Justiniano cumplió su promesa y los filósofos paganos pasaron el resto de sus días en el Imperio bizantino en la más completa seguridad. De todos modos, Justiniano, pese a sus esfuerzos, no logró extirpar por completo el paganismo, que siguió existiendo en secreto en ciertas regiones alejadas.

En Palestina, los judíos, así como los samaritanos, que tenían una religión muy semejante a la de los judíos, no pudieron soportar las persecuciones del gobierno y se sublevaron, siendo cruelmente reprimidos. Se destruyeron muchas sinagogas y en las que quedaron en pie se prohibió leer el Antiguo Testamento en su texto hebreo, que debía ser reemplazado por el texto griego de los Setenta. La población perdió sus derechos civiles. También los nestorianos fueron perseguidos con saña.

(1) Knecht, ob. cit., p. 36.

Más importante que esto fue la política de Justiniano respecto a los monofisistas. Sus relaciones con ellos tenían gran importancia política, porque se enlazaban estrechamente con la cuestión vital de las provincias orientales; Egipto, Siria y Palestina. Además, los monofisistas estaban apoyados por Teodora, la esposa del emperador, la cual ejercía sobre él influencia considerable. Un escritor monofisista contemporáneo, Juan de Efeso, la llamaba “la mujer que ama al Cristo y está llena de celo… la emperatriz más cristiana, enviada por Dios en tiempos difíciles para proteger a los perseguidos.” (1)

Por consejo de Teodora, Justiniano, al comienzo de su reinado, quiso reconciliarse con los monofisistas. Los obispos monofisistas desterrados bajo Justino y en los primeros años del reinado de Justiniano, fueron autorizados a regresar. Se invitó a muchos monofisistas a participar, en la capital, en una conferencia religiosa de conciliación, y el emperador, según un testigo ocular, exhortó a discutir con sus adversarios todas las cuestiones dudosas “con toda la dulzura y toda la paciencia que convienen a la ortodoxia y a la religión.” (2) Quinientos monjes monofisistas instalados en uno de los palacios de la capital transformaron tal palacio en “un grande y admirable eremitorio.” (3) El 535, Severo, obispo de Antioquía, cabeza y verdadero legislador del monofisísmo, estuvo en Constantinopla, donde permaneció un año.” (4) La capital del Imperio, a principios del 535, recuperaba hasta cierto punto el aspecto que había presentado bajo el reinado de Anastasio.”(5) El arzobispo de Trebisonda, Antimo, conocido por su actitud conciliadora hacia los monofisistas, fue elevado al patriarcado de Constantinopla. Dijérase que los monofisistas estaban a punto de triunfar.

(1) Juan, obispo de Efeso, Commentarii de Beatis Orientalibiis, versión de Van Douwen y Laúd (Amsterdam, 1889), p. 114, 247. Juan de Efeso, Vidas de ios Santos Orientales, texto siriaco y traducción inglesa en Brooks, t. II, en Patrología Orientaiis, t. XVIII (1924), P• 634 (432), 677 (475), 679 (477). Comp. c. A. Diakonov, ob. cit., p. 63.

(2) Mansi, Sacrarum Conciliorum nova et amplissima collectio (Florencia, 1762} t VIII página 817. Baronii, Annates Ecclesiastici, IX, 419, 33.

(3) Juan de Efeso, Commentarii, p. 155; cd. Brooks. II, (177 (47-,). Comp c Diakonov, ob. cit., p. 58.

(4) V. J. Maspero, Histoire des patriarches d’Alexandrie (París, 1923), p. •}, 100, no.

(5) J. Maspero, ob. cit., p. 110.

Pero la situación cambió con mucha rapidez. El Papa Agapito, en su viaje a Constantinopla, así como el partido de los Akoimetoi u ortodoxos extremistas, lanzaron tales clamores ante las concesiones religiosas del arzobispo trebisondano, que el emperador, no sin disgusto, hubo de modificar su política. Antimo fue depuesto y substituido por el sacerdote ortodoxo Menas. Según un testimonio histórico hubo la conversación siguiente entre emperador y Papa: “Yo te forzaré a estar de acuerdo con Nos o te desterraré),” dijo Justiniano. “Había — contestó Agapito — deseado visitar al más cristiano de los emperadores, y he aquí que encuentro un Diocleciano. Empero, tus amenazas no me atemorizan.” (1) Es muy probable que las concesiones del emperador al Papa fuesen motivadas por el hecho de que empezaba entonces en Italia la guerra contra los ostrogodos y Justiniano necesitaba un apoyo en Occidente.

Pese a tal concesión, Justiniano no abandonó del todo la esperanza de reconciliar al Estado con los monofisistas. Esto se vio en breve cuando el famoso asunto de los Tres Capítulos. Se refería el asunto a tres famosos teólogos del siglo V, a saber, Teodoro de Mopsuestia, Teodoreto de Ciro, e Ibas de Edesa. Los monofisistas reprochaban al concilio de Calcedonia no haber condenado a aquellos tres escritores, a pesar de sus doctrinas nestorianas. El Papa y los Akoimetoi oponían sobre ese punto una encarnizada resistencia. Justiniano, muy irritado por ella, declaró que en aquel extremo los monofisistas tenían razón y que los ortodoxos debían aceptar el punto de vista monofisista. El 543 publicó, en consecuencia, un edicto condenando las obras de aquellos tres teólogos y amenazando con iguales rigores a quienes los defendieran o aprobaran.(2)

(1) Vita Agapeti papae. Líber Potttificalis, cd. L. Duchesne (París, 1886), t. I, p. 287. Mansi, t. VIII, p. 843.

(2) El edicto de los Tres Capítulos fue llamado así porque so componía de tres capítulos o parágrafos consagrados a los tres teólogos, pero el sentido primitivo de la calificación se olvidó pronto y los Tres Capítulos significaron Teodoro, Teodoreto e Ibas.

Justiniano quiso hacer obligatorio el edicto en todo el Imperio y exigió que lo firmasen todos los patriarcas y obispos. Ello no resultó fácil de ejecutar. El Occidente se conmovió a la idea de que consentir en firmar el edicto imperial podía equivaler en algún modo a usurpar la autoridad del concilio de Calcedonia. Un sabio diácono de Cartago escribía: “Si las definiciones del concilio de Calcedonia se ponen a discusión, ¿no puede correr parejo peligro el concilio de Nicea?.” (1) Además, se promovía la siguiente pregunta: ¿cabía condenar a muertos? Porque aquellos tres teólogos ya no existían desde el siglo precedente. Por ende ciertos representantes de la Iglesia occidental entendían que el emperador, con su edicto, atentaba a la libertad de pensamiento de los miembros de la Iglesia. Esta última opinión no existía prácticamente en la Iglesia oriental, acostumbrada hacía mucho a la intromisión del emperador en la resolución de las cuestiones dogmáticas. Lo de la condenación de los escritores muertos estaba, de otra parte, resuelto en las Escrituras, ya que el rey Josías, en el Antiguo Testamento, no sólo había sacrificado sacerdotes paganos vivos, sino profanado los sepulcros de otros muertos mucho antes de su reinado, quemando sus huesos sobre el altar (Reyes, IV, 23; 16). Así, mientras la Iglesia oriental consentía en reconocer el edicto y condenar los tres capítulos, la occidental se pronunciaba contra él. En definitiva, el edicto de Justiniano no fue reconocido nunca por toda la Iglesia.

Para reconciliarse con la Iglesia occidental, Justiniano necesitaba ante todo convencer al Papa de que aprobase el edicto. Invitó, pues, al Papa Virgilio a acudir a Constantinopla, donde el Pontífice hubo de pasar más de siete años. A su llegada el Papa se pronunció resueltamente contra el edicto y excomulgó al patriarca de Constantinopla, Menas. Pero, poco a poco, bajo la acción de diversas influencias, el Papa cedió ante Justiniano y Teodora y, el 548, añadiendo su voz a la de los cuatro patriarcas orientales, publicó una ordenación de los tres teólogos, a la que se llama de ordinario el Judicatum. Este fue el postrer triunfo de Teodora, que murió el mismo año, persuadida de la victoria definitiva e inevitable del monofisismo. El Papa invitó a los sacerdotes de la Europa occidental a orar por “los más clementes de los príncipes, Justiniano y Teodora.”(2)

(1) Fulgencio Ferrandi, diácono de Cartago, Epístola, VI, 7. Mignc, Patr. tal.. 67. col- 926.

(2) Mon. Gcrm. Híst. Epist., t. III, p. 62 (n.° 41).

Pero la Iglesia occidental no aprobó la concesión hecha por el Papa. Los obispos de África, tras reunir un concilio, llegaron a excomulgarle. Influido por los acontecimientos occidentales, el Papa vaciló y concluyó retirando el Judicatum. En tales circunstancias, Justiniano decidió convocar un concilio ecuménico, que se reunió en Constantinopla el 553.

La tarea de aquel quinto concilio ecuménico fue mucho más limitada que las de los precedentes. No se trataba de una herejía nueva, sino sólo de precisar ciertos puntos respecto a las decisiones de los concilios tercero y cuarto, relativas en parte al nestorianismo, pero sobre todo a la doctrina monofisista. El emperador deseaba vivamente que el Papa, que se hallaba entonces en Constantinopla, asistiese al concilio, más el Santo Padre, alegando excusas diversas, rehusó, y todas las sesiones se celebraron sin él. El concilio examinó las obras de los tres teólogos y opinó como el emperador, condenando y anatematizando “al impío Teodoro, que había sido obispo de Mopsuestia, así como a todas sus obras impías, y todo lo que de impío había escrito Teodoreto, y la carta impía atribuida a Ibas, y a todos aquellos que habían escrito o escribían para defenderlos (ad defensionem eorum). (1)

Las decisiones del concilio se declararon obligatorias y Justiniano inauguró una política de persecución y destierro contra los obispos que no aprobaban la condena. El Papa fue desterrado a una isla del mar de Mármara. Al fin consintió en firmar la condena y así se le autorizó a volver a Roma. Pero murió en Siracusa, yendo de camino.

Occidente no aceptó las decisiones del concilio de 553, sino a fines del siglo VI, sólo luego que Gregorio I el Grande (590-604) hubo proclamado que “en el sínodo que se había ocupado de los Tres Capítulos, nada había sido violado ni cambiado en lo que atañía a materia de religión,”(2) el concilio de 553 fue reconocido en todo Occidente como ecuménico e igual que los cuatro primeros concilios.

La recia lucha religiosa entablada por Justiniano para reconciliar a monofisistas y ortodoxos no condujo a los resultados apetecidos. Los monofisistas no quedaron satisfechos con las concesiones que se les hacían. J. Maspero llama al período comprendido entre 537 y 570 “el terror católico.” (3)

Hacia el fin del reinado de Justiniano parece advertirse una orientación nueva en la política religiosa del emperador, pero este punto no está suficientemente dilucidado. El 565 murió el anciano emperador y cambió la política religiosa del Gobierno.

Estableciendo un balance de la política religiosa de Justiniano, hallamos que no logró establecer una Iglesia unida en el Imperio. La ortodoxia y el monofisismo no se reconciliaron; el nestorianísmo, el maniqueísmo, el judaísmo y, en cierta medida, el paganismo, siguieron existiendo. No hubo unidad religiosa y la tentativa de Justiniano para establecerla debe ser considerada como un fracaso.

Pero al hablar de la política religiosa de Justiniano no debe olvidarse la actividad evangelizadora característica de aquel período. Justiniano, emperador cristiano, creyó su deber extender el cristianismo allende las fronteras del Imperio. En su época se produjo la conversión de los hérulos a orillas del Danubio, la de algunas tribus caucásicas y también la de las tribus indígenas del África del Norte y del Nilo Medio. (4)

(1) Mansi, t. IX, p. 376.

(2) Epístolas Gregorii Magni, II, 36, en Mansi, t. IX, p. 1105. Gregorii I papac Registrum epistolarum, 49, en Man, Germ. Hist, Epist., t. I (1891), p. 151.

(3) J•Maspero, ob. cit., p. 135. Se hallará en ella un buen examen histórico del problema monofisita bajo Justiniano (p. 102-163). V. también Diakonov, ob. cit., p. 51-87.

(4) A propósito del deseo de Justiniano de propagar el cristianismo entre los diferentes pueblos germánicos de la Europa occidental, puede notarse la carta del rey franco Teodobcrto a Justiniano, carta en que el franco informa con mucha humildad de los pueblos sobre los cuales reina en Occidente, constituyendo una especie de lección sobre geografía germánica en el siglo VI. (Mon. Germ. Hist. Epist., t. III, p. 133, n.° ao.) V. Diehl, Justinien, p. 404-5. Comp. A. Dopseh, Wirtschaftliche una soziale Grundlagen der europaischen Kulturentwicklung, t. II, 2.a ed. (Viena, 1934), p. 296.

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